12 de Julio de 2019

Docente Paolo de Lima publica antología ‘Lo real es horrenda fábula’

Un verso del poeta Juan Ojeda es el que Paolo de Lima ha utilizado para titular el libro Lo real es horrenda fábula. La violencia política en la literatura peruana (Lima: Horizonte, 2019), una antología preparada por él que reúne 24 ensayos de 8 autores que analizan poemas y cuentos de autores peruanos de distintas generaciones que fueron marcados por la experiencia del conflicto armado interno. El libro ya ha sido presentado en Argentina, Canadá, Estados Unidos, Francia e Italia, y en el Perú, en el Lugar de la Memoria.

Paolo de Lima (seudónimo de Juan Paolo Gómez Fernández) es docente del Programa de Estudios Generales de la Universidad de Lima. En la presente entrevista, conversamos con él sobre este libro.

¿Cómo surge la idea de publicar Lo real es horrenda fábula?
Para empezar, en todos los textos, el libro tiene como sustrato a Jacques Lacan, un psicoanalista francés muy influyente que había pensado en la realidad del sujeto como un individuo construido socialmente. Los autores de los 24 artículos son estudiantes del Doctorado en Literatura de la Universidad de San Marcos, que analizan, aplicando el pensamiento de Lacan, cuentos y poemas de la literatura peruana relacionados con el período de la violencia política de los años ochenta y noventa.

En líneas generales, ¿qué concepto lacaniano aborda el libro?
Un concepto básico de Lacan es el de lo real como un constructo imaginario y simbólico. Lo real es lo que no se puede representar como totalidad con el lenguaje, solo puede traducirse de forma parcial. De allí surgen los discursos, los puntos de vista, cómo se entiende lo real desde la perspectiva individual. Así, lo real es el punto central del libro, pero sobre todo la horrenda fábula que la ficción de las décadas del ochenta y del noventa captó a través de lo imaginario y lo simbólico en sus tramas e imágenes. La literatura nos habla de la realidad desde ambas perspectivas lacanianas. Y el estupendo verso de Juan Ojeda condensa bien la intención del libro.

¿Cómo se trabajaron los ensayos reunidos?
Con los ocho autores trabajamos el curso como una suerte de seminario, de taller, en el que cada semana leíamos textos de autores relacionados con Lacan que también lo han leído y comentado en función de las ideas sobre el triángulo de lo real, lo imaginario y lo simbólico: Zizek, Badiou, Agamben, Rancière, Dolar, Miller… Así, cada mes los doctorandos debían entregar un informe de aplicación de los conceptos a algunos de los textos literarios, y el resultado fueron artículos de gran calidad. Una vez concebida la idea del libro, lo que hice fue añadir, además de una introducción, un apéndice con todos los poemas y cuentos analizados. En ese sentido, me parece que este es un libro que ha causado interés porque permite entender, desde un panorama metodológico muy bien aplicado, estos períodos tan crispados, rotos, disruptivos.

¿Qué hallazgos arrojan estos ensayos?
Aunque el período de violencia transcurrió desde los años ochenta hasta los noventa, los textos analizados pertenecen a autores peruanos que escriben desde la mitad del siglo XX, a partir de la década del cincuenta. En poesía, tenemos entre otros a Alejandro Romualdo, Pablo Guevara, Antonio Cisneros, Rodolfo Hinostroza, Juan Ramírez Ruiz, Roger Santiváñez, José Antonio Mazzotti, Domingo de Ramos, Montserrat Álvarez, Luis Fernando Chueca [docente Ulima]. En narrativa, a los hermanos Pérez Huaranca, Carmen Ollé, Pilar Dughi, Antonio Gálvez Ronceros, Julio Durand, Sergio Galarza [egresado Ulima], entre otros. De sus textos se extrae lo escondido detrás de sus anécdotas, las interrogantes que abren cada uno de ellos. Sus aportes son valiosos, pues permiten entender el período desde una óptica más amplia, antecesora, que no se circunscribe solamente a la década ochentera.

¿Por ejemplo?
Como el poema de Pablo Guevara, “Mi padre un zapatero”, que aborda la idea de “zapatero a tus zapatos”: la división de saberes en el país entre lo artesano como sinónimo de proletario y lo burgués como sinónimo de saber. La repartición de los saberes, el reparto de lo sensible del que habla Jacques Rancière en el libro El filósofo y sus pobres, permite darnos cuenta de cómo Pablo Guevara está planteando, desde los años cincuenta, estas cuestiones simbólicas. Ya en los noventa, el propio Guevara vuelve a trabajar el tema, de manera mucho más acusada, con A los ataúdes, a los ataúdes, poemario que habla del país en función de unos períodos similares en Argentina y Chile, por ejemplo, a través de significantes comunes que son cambiados culturalmente. Lo real articula el discurso planteado en los textos de Guevara, así como en Alejandro Romualdo, quien a través de fragmentos da una visión de lo andino arrasado, como el ficticio Comala de Juan Rulfo, que es un campo muerto, sin otro tipo de vida, representación de una especie de retorno de lo reprimido. Lo reprimido es inexpresable y, en el texto de Romualdo, vuelve a través de una serie de elementos, como bala, espada, zanja, sangre, cementerio, ráfaga, hijos muertos… Resulta una suerte de memoria de lo reprimido, que sigue presente en ese campo idílico, atemporal y eterno. Así uno puede extraer diferentes ideas puntuales gracias al análisis lacaniano.

Lo reprimido también se puede entender como algo irresuelto en términos históricos.
Como lector podría decirte que en el fondo plantea algo irresoluble aún, tanto en la condición humana como en la historia propia del país. Son visiones bastante duras, incluso apocalípticas, de lo que se ha sentido como humanidad en comunidad. Uno de los ejemplos puede ser el de Luis Fernando Chueca, cuyo texto contrasta dos historias: la erupción del volcán Vesubio que acabó con la ciudad de Pompeya en la antigua Roma y la matanza que sucedió en la Universidad La Cantuta. El poema en prosa es una suerte de conciencia escrituraria que transcribe partes de un documental sobre Pompeya y un testimonio sobre La Cantuta. Chueca equipara con gran sensibilidad poética ambos desastres y el ensayo que lo analiza, de Roxana Camán Vigo, nos explica cómo lo real de ambos hechos se encuentra desestabilizado entre lo natural [Vesubio] y lo inhumano [crimen de La Cantuta]; es decir, la furia de la naturaleza resulta equiparada al humano bestializado. La idea de la humanidad está fuertemente cuestionada en este libro. Hemos llegado a ser algo peor que la furia de un volcán, nos trata de decir el texto de Chueca.

¿Cómo aporta la literatura a esta discusión del campo social?
Contribuye a analizar cuestiones básicas como, por ejemplo, la idea de la memoria. La literatura está estrechamente relacionada con lo social. Es una manera cóncava, mediatizada, de llegar a lo real justamente a través de lo simbólico. No es ciencia, no es objetividad, pero es una tarea del lenguaje, una herramienta en el fondo también científica.

Arroja una representación.
Claro. Una representación cultural de lo nacional en este caso. Una mirada más ortodoxa cuestionaría qué tiene que ver Pablo Guevara si es de los años cincuenta y la violencia política sucedió desde los años ochenta. Bueno, contrastado con su libro A los ataúdes…, se puede leer desde esa perspectiva. El período de violencia política se hallaba en estado de fermentación desde esa época, y también hallamos esa huella en otros textos de los años setenta, como el cuento “Día de mucho trajín” de Hildebrando Pérez Huarancca, que narra un enfrentamiento entre la población de Huamanga y las fuerzas armadas de Velasco Alvarado. Ese suceso es el año cero de Sendero Luminoso, como lo explica Carlos Iván Degregori, entre otros. El cuento trata sobre un estudiante herido y hay un narrador que lo interpela y le recuerda sus orígenes sumamente precarios. Es el discurso de una voz: se apela a ella para conducir o conllevar al testimonio de ese hecho vivido. Se recupera una voz como un elemento épico. Así, no solo existe el hecho real, sino también el discurso del narrador que pide ese tipo de cambios, después acontecidos en 1980.

¿Qué diferencia a los autores de distintas épocas al abordar la violencia?
Todos vivieron juntos, cada uno a distinta edad, ese período. Algunos escribieron sus textos mientras la violencia sucedía, como en los casos de Marco Martos, Antonio Cisneros y Rodolfo Hinostroza, quienes en los años sesenta eran poetas jóvenes y estaban marcados por la Revolución Cubana. Al llegar a los años ochenta y noventa, estos poetas escriben textos muy apocalípticos, como “Un perro negro” de Cisneros. Él dice que “un perro negro sobre un gran prado verde” ya es una imagen de terror en el país. Hinostroza denuncia a un “ellos” que no desea ver, oler, oír la destrucción reinante. Martos, por su parte, escribe un poema sobre Ayacucho que puede verse como el retablo de una hecatombe. Muchos escritores de esa generación fueron docentes en la Universidad Nacional San Cristóbal de Huamanga, donde formaron grupos literarios como el denominado “Javier Heraud”, fundado por Oswaldo Reynoso, y en el que también tuvo participación Antonio Cisneros.

La Generación del Cincuenta tiene una mirada anticipatoria.
Precisamente. Alejandro Romualdo, por ejemplo, es el gran poeta de lo social, autor del “Canto coral a Túpac Amaru, que es la libertad” y todo lo que representa: lo indio, la rebelión, el sacrificio, los cuatro caballos. Romualdo es, pues, una figura icónica que, más adelante, ya en el presente milenio, publica unos poemas denominados “Fragmentos”. Él, que fue un poeta con una voz de carácter colectivo, única, fuerte, discursiva, como Whitman —quien, recordemos, vivió y escribió sobre la cruenta guerra civil de secesión estadounidense, cuyos heridos y enfermos auxilió—, se descubre escribiendo fragmentos luego de esta experiencia violenta del conflicto armado interno. Su voz no puede fluir como discurso y el resultado son poemas quebrados, astillados, que simplemente incorporan imágenes, fragmentos de otras voces. La idea del sujeto unitario se rompe. Y en los años 80, 90 y 2000 llegamos, como el mismo Romualdo, quebrados, astillados, sacudidos. Lo real se vuelve una horrenda fábula.